Un ensayo reflexivo sobre las consecuencias de la tecnología en la sociedad, explorando cómo el uso excesivo del teléfono celular limita la interacción humana y atenta contra la privacidad.
Algunos avances tecnológicos restringen las libertades individuales en aras del espíritu gregario, pero en los hechos sólo generan una fraternidad distante. Los adictos al teléfono celular creen haber encontrado la fórmula perfecta para socializar de tiempo completo, y al mismo tiempo, marcar distancias con los demás. Oscilan entre un simulacro de soledad y un simulacro de compañía. Por salud mental, durante muchos años me negué a seguir su ejemplo.
Verlos encandilados en su pantallita fortalecía mi rechazo a esa nueva forma de esclavitud. Por desgracia, la revolución cibernética ya no permite disidencia alguna. Para hacer pagos y depósitos en línea, hasta hace dos años los bancos entregaban a sus clientes un pequeño artefacto llamado NetKey que servía para identificar al cliente. Sin decir agua cambiaron de política, forzándonos a descargar estados de cuenta y a realizar transferencias mediante un código QR que sólo se puede obtener por medio de un celular. Quizá hubo un contubernio entre los bancos y las compañías telefónicas para beneficiarse mutuamente con esa transferencia de costos al consumidor. Víctima de su artera extorsión, al adquirir mi primer celular me sentí como un deportista obligado a ingerir fentanilo. Una de las razones por las que no quería tenerlo es mi despiste crónico. Abismado en mis laberintos, desde la adolescencia he perdido pasaportes, llaves, mochilas, relojes, libros, carteras, pases de abordar, pastilleros, maletas, cámaras de video y una infinidad de tarjetas de crédito y débito. En el breve lapso que llevo usando el teléfono ya lo he perdido tres veces, y aunque me compro el más barato del mercado, un modesto Realme, cada reposición reaviva mi odio a la modernidad. Para terminarla de joder, la fase más opresiva de la revolución tecnológica me sorprendió en los albores de la tercera edad. No sólo desconozco las funciones más elementales del teléfono: tengo serias dificultades para encenderlo y apagarlo, tal vez porque el inconsciente no me perdona mi vergonzosa claudicación. Si no fuera por el auxilio de mi hija Lucinda, que a veces me saca de apuros, ni siquiera podría utilizarlo para realizar operaciones bancarias. El ideal de vida contemporáneo es vivir hiperconectado, pero como yo no he claudicado a tal extremo, mantener apagado el celular mientras escribo o leo me ha granjeado enemistades con gente que espera respuestas a bote pronto. La comunicación directa, que tanto tiempo nos ahorraba, pronto quedará proscrita del trato social, pues mucha gente la considera una falta de educación tocar los timbres de las casas y llamar por teléfono a la antigüita. Blindarse a toda costa contra esas intromisiones se ha vuelto un deporte universal con millones de adeptos. A los enemigos de las llamadas directas no les importa, en cambio, que Elon Musk o Mark Zuckerberg conozcan hasta la marca de sus calzones. El otro día un plomero que prometió venir a cambiarme la llave de un lavabo no acudió a la cita. Cuando lo llamé para reclamarle su plantón me contestó que había llegado a mi puerta, pero en vez de tocar el timbre me envió un WhatsApp, como dictan las nuevas reglas de urbanidad, y al no obtener respuesta se marchó creyendo que yo había salido. No podía concebir que un hombre del siglo XXI se apartara un segundo del hipnótico juguetito. Como digno espécimen de la momiza, todavía leo periódicos de papel, toco timbres a mansalva, apago el celular cuando charlo con el prójimo, me tomo la libertad de llamar por teléfono a cualquiera, seamos amigos o no, y prefiero contratar servicios o adquirir productos en donde me atienda una persona de carne y hueso, pero cada día me siento más expulsado del presente. Quizá la peor lacra de los nuevos dispositivos cibernéticos es guardar un puntual registro de todos los mensajes que intercambiamos a diario, de las páginas de internet que abrimos en Google, de nuestra más nimia actividad en las redes, para suplir las fallas de nuestra defectuosa memoria. Ningún genio de Silicon Valley aprecia las bondades del olvido, nuestra mejor defensa contra la saturación de datos inútiles. Por supuesto, el registro pormenorizado de nuestros actos, antojos y búsquedas favorece el hackeo y el espionaje, las patologías más representativas del mundo contemporáneo. Muchos piratas del ciberespacio ni siquiera persiguen fines de lucro: sólo experimentan una sensación de poderío cuando pueden asomarse a la intimidad ajena. Por fortuna empiezan a surgir algunos movimientos juveniles de resistencia civil contra esta pandemia. Los jóvenes sensibles ya se dieron cuenta del abismo al que los conduce y anhelan estar solos o acompañados de verdad, no vivir entre dos aguas. Sólo el budismo zen o el íntimo repliegue de la lectura pueden frenar la involución de la especie
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