Un maravilloso libro sobre libros y autores.
de aquella vez que William Burroughs visitó la ciudad y se enamoró de un muchacho español, o cuando Lucien Carr fusionó el nombre de lase encarga de anotarlas y transmitirlas para ofrecer al lector un nuevo inventario de las ocasiones en que llegó a cruzarse con lase incluso la física cuántica, que hará las delicias de cualquier lector dispuesto a dejarse convencer por el engaño y confundir por...
El Chukri me contaba la historia del Hombre Invisible, y yo me dejaba llevar por el susurro intermitente de sus palabras envueltas en el humo de los cigarrillos. La verdad es que yo no tenía otra cosa que hacer mientras esperaba a que me viniesen con el encargo que había pagado por adelantado.
Dios, Alá o el que fuese no sólo deseó instalar el abuso en nuestra especie, ya se sabe, la certeza de que el más fuerte siempre triunfa sobre el débil es asunto general en todo organismo viviente. Con estas cosas que salpican y derrotan, William Burroughs se convertiría en el primer cómplice del crimen cometido por el joven Lucien Carr en una madrugada de hace ya muchos años. El segundo cómplice fue Jack Kerouac.
Se trataba de un joven que siempre andaba lo suficientemente borracho para sacársela y ponerse a mear por la ventana o en el estribo del mostrador de cualquiera de los bares donde solía quedar a beber con el viejo Kammerer hasta que echaban el cierre. Luego iban hasta el apartamento de Burroughs en Bedford Street, donde se peleaban desnudos por el suelo ante la mirada febril del Hombre Invisible que alimentaba así su enfermedad y, con ello, su deseo.
«A ambos impulsos los domina el álgebra de la necesidad", afirmó el Chukri, mientras jugueteaba con un cigarrillo sin encender aún entre los dedos. Sin duda, el Chukri había estado más cerca que yo del corazón engañoso de esta sórdida historia. Por ello, siguió contándome cómo el joven Lucien Carr entró en el apartamento y se acercó hasta la cama donde Kerouac se desperezaba. Fue cuando le secreteó en el oído que ya se había deshecho del Viejo. Tras escuchar aquello, Kerouac decidió que no iba a dormir más.
Esa misma tarde, llevado por los demonios del crimen, el joven Lucien Carr se presentaría en la oficina del fiscal del distrito para confesar que había sumergido el cadáver del viejo Kammerer en el río, llenando de piedras sus bolsillos. Al final fue sentenciado de uno a veinte años de prisión. Sólo cumplió dos. A William Burroughs, al contrario que a Kerouac, no lo pudieron arrestar como testigo.
Cualquiera se daría cuenta de que el Chukri estaba pensando en otra cosa, tal vez en el cadáver de la gata o en cualquier otra verdad para la cual no existen palabras que la expliquen. De lo que no cabía la menor duda era de que el Chukri te hacía creer que lo dicho por él era cierto, incuestionable.
«Con todo, lo que más llamó su atención fue que el pene de Kammerer seguía erecto», afirmó el Chukri, alzando su puño sobre la mesa con gesto obsceno, mientras la oscuridad deslustrada por la lluvia devoraba la tarde. Por dar fidelidad a su relato, el Chukri me dijo que conoció a Kiki cuando una tarde apareció con la máquina de escribir de Burroughs en el bar. «Quería vendérmela».
Pero todo tiene su fin, y el Hombre Invisible había agotado ya su estancia en las habitaciones del placer. Había probado todos los límites; desde dejarse sodomizar por Kiki salvajemente en la esquina de la cama con la boca amordazada por unos calzoncillos meados, hasta dejarse apagar cigarrillos de hachís en el culo.
Para Burroughs todo ocurría telepáticamente, nunca de manera consciente. Llevado por señales invisibles había conseguido callejear hasta encontrar el tenderete donde su máquina de escribir estaba expuesta. Un modesto dispensario de fábulas que llevaba un marroquí algo gordo y grasiento, y que todo el mundo llamaba Abdullah.
Era evidente que el Chukri buscaba explicarme de una manera cruel que la vida es una posibilidad insustituible y que Burroughs la agotó hasta los límites. Parece ser que cuando no pudo más, cuando la heroína le llevó a cruzar la última luz, Burroughs se marchó a Londres para seguir un programa de desintoxicación a base de apomorfina, un derivado sintético de la morfina.
Montero Glez Adelantos Editoriales
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